jueves, 29 de diciembre de 2011

Objetivo a la vista


 Tres duras horas de recorrido, por un terreno escarpado, sin senderos, pero con vegetación espesa y rocas afiladas como cuchillos, magullaron mi cuerpo. Un esfuerzo titánico, que tuvo como recompensa encontrarme cara a cara con ese animal tan preciado. Una cabra montés de 17 años. Su edad estaba cantada por los centímetros de su cornamenta y los surcos circulares que la abrazaban desde su base hasta la punta. Allí se postraba orgullosa y altiva en lo más alto del cerro, con un pecho negro, que sobresalía tanto como su hocico, y las patas delanteras sobre aquella piedra, que parecía hacer las funciones de trono. La situación era perfecta, permanecía inmóvil y en una posición transversal. Gracias a esto conseguí enfocarla con mi objetivo. Tan solo tenía que disparar para poseer aquel trofeo tan preciado. De repente sopló una leve brisa, que iba desde el lugar en el que yo me encontraba agazapado hasta el lugar en el que se encontraba ella. Entonces pudo oler mi presencia y giró la mirada y su cuerpo hacia donde me mal escondía. Simplemente se giró y no echó a correr como yo esperaba. Entonces pensé que tal vez fuese la última oportunidad que tuviese de disparar. No me dí más opciones de pensar y pulsé el botón. Una veintena de fotografías se hicieron en un segundo antes de que el animal me abandonara. Por fin había conseguido mi ansiado trofeo, fotografiar a un "macho montés solitario".

miércoles, 28 de diciembre de 2011

Un león indómito



UN LEÓN INDÓMITO

Eran las siete de la tarde cuando llegamos. Mi hermano y yo no teníamos ni idea de lo que aquella puerta escondía. Tras ella escuchábamos los rugidos. Temerosos la empujamos para entrar en lo que parecía una cárcel. Y ahí estaba, tenía el rostro desencajado, los ojos rojos inyectados en sangre y una mirada perdida pero a la vez transmisora de dolor, melancolía y miedo. El labio inferior le colgaba como si de un cuadro de Dalí se tratase y su rostro estaba arrugado por las puestas de Sol.
En ese momento estaba mi tío haciendo guardia como un legionario. Tras casi doce horas entre aquellas cuatro paredes no podía más, estaba agotado de sostener las acometidas de la fiera, que estaba amarrada con un cinto que le abrazaba el abdomen y le impedía incorporarse. El nudo estaba hecho por mi tío, una persona que conocía bien la cabuyería de la calle, trabaja con camiones desde hace treinta años y la carga siempre tiene que ir bien sujeta.
Ante semejantes vistas no supimos reaccionar. Tan sólo nos atrevimos a dar dos pasos más allá de la puerta, que marcaba el umbral entre el recuerdo y lo presente, y permanecer inmóviles unos instantes digiriendo la situación. Mi tío nos miró fijamente y sin mediar palabra nos pidió que terminásemos de entrar. Su semblante pedía a gritos compañía, un relevo, algo que le hiciese más llevadera una situación que apenas podía prorrogar unos instantes. Doce horas son muchas horas. Por fin estábamos frente a la fiera, y sin apenas percatarse de nuestra presencia hizo un ademán para incorporarse, pero los nudos que lo agarraban eran firmes. Entonces giró la cabeza lentamente en la dirección en la que nos encontrábamos, el tiempo parecía haberse parado. Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo, las manos chorreaban gotas de sudor y era incapaz de reaccionar a las órdenes que mi cerebro mandaba. Nuestra presencia no le generó ningún estímulo y con la misma lentitud que antes, miró hacia atrás para ver que le impedía levantarse, como si se hubiese dado cuenta en aquel instante de que algo lo mantenía inmóvil. Entonces rugía, necesitaba algo que cortase aquella unión no deseada.
A medida que el tiempo pasaba y tras feroces forcejeos se fue familiarizando con nuestra presencia. Se volvió más dócil e incluso nos atrevimos a tocarle y a hablarle, a sabiendas de que no entendía nuestro idioma. No obstante, y tras no pocas deliberaciones, concluimos que era el momento de deshacer los nudos y darle una oportunidad. La incertidumbre de lo que iba a pasar ya estaba sembrada pues la decisión que tomamos era firme. Mientras mi tío aflojaba aquellas ataduras nosotros tragábamos saliva, supongo que él también.
 Por fin estaba suelto, pero no se inmutaba, parecía no creérselo. No tardó en reaccionar e hizo amago de levantarse, pero sin ayuda le era imposible, las rodillas no lo respetaban, ya que la artritis había hecho mella en ellas con el paso de los años. Las ganas y la alegría de verse libre le hicieron olvidarse del dolor. Mi hermano y yo lo ayudamos a incorporarse, mi tío estaba demasiado cansado aunque insistía en brindar su  inestimable ayuda.
Apenas pudo recorrer cinco metros y sin más volvió a descansar al lugar que para él antes era una tortura. Desde aquel trono infame señalaba la puerta con anhelo. Y fue ahí cuando lo comprendí. Supongo que su instinto animal le decía que podían ser sus últimos días y como los viejos elefantes él sabía donde quería morir. 
Se acercaba la hora del relevo. Eran casi las nueve cuando mi tío, sustituto de mi madre, la cual pasó otras doce horas con la fiera, es decir, todo un infierno, un vendaval, que supo capear con caricias, palabras cariñosas y muchas lágrimas furtivas, sería sustituido por otro componente del clan. 
Llegó en el comienzo de la calma, cuando las envestidas perdían ferocidad, los rugidos apenas se oían, la lucha por soltarse perdía fuerza, la mirada sólo transmitía melancolía, pero el labio aún le seguía colgando. En fin, una suerte que sus predecesores no llegaron a tener.
            Su hermano le había dado unas consignas que debía cumplir si no quería verse en problemas. El tono era ambiguo, entre la advertencia y el consejo. En un gesto de generosidad y apiadándonos de él, le hicimos compañía hasta bien entradas las diez.
Era la hora de irse, aunque el nuevo legionario no era muy partidario de esa postura, supongo que aún no le había dado tiempo de adaptarse a las circunstancias. La situación ya la habíamos digerido, todo había sido muy intenso y teníamos la sensación de haber permanecido en aquel lugar mucho más tiempo del que realmente habíamos estado. No obstante, antes de irnos quise aprovechar el momento de serenidad para despedirme de mi abuelo con un beso.
Llevaba hospitalizado cinco días, los mismos que no dormía. Su sangre se había envenenado con “carbónico” debido a un problema en los bronquios. Sus niveles rebasaban las medidas que cualquier persona normal podía soportar. También tiene problemas de corazón y 86 años de vida. Todo ello derivó en una ausencia de oxígeno en todo el cuerpo, que fundamentalmente le afectó al cerebro, lo que le causó delirios, amnesia temporal, alucinaciones y paranoias. Si a todo esto se le suma su fuerte carácter, su extremo arraigo a su hogar, el miedo a la oscuridad, su fuerza bruta (toda su vida trabajando el campo), cinco noches sin dormir y el que nunca ha estado hospitalizado, obtenemos como resultado una fiera, un león indómito.

viernes, 2 de diciembre de 2011

La ciencia al servicio del destino


 La espera no se hizo de rogar. Tras unos pocos minutos después de haber llegado a recepción le pusieron encima del mostrador un sobre con el resultado de las pruebas médicas. Su corazón era un potro desbocado que quería salirse de su pecho y sus manos le temblaban tanto que parecía estar haciendo juegos malabares con aquel sobre. Se sentó con esfuerzo para poder abrirlo. Y allí, en aquel lugar tan gris, rodeado de gente a la que no conocía y mucho menos importaba conoció los resultados del informe. La "ley de Murphy" se cumplió para su desgracía, poseía una de aquellas enfermedades que no tenían cura, al igual que su padre, su abuelo, bisabuelo, etc. Su vida parecía no importarle tanto como el hecho de no poder tener descendencia. Aquella idea le obsesionaba. No quería dejar una herencia tan nefasta a un hijo suyo, sería demasiado cruel ver nacer a alguien con "fecha de caducidad". Quería que su apellido no mueriese con él, pero, ¿a qué precio? Como el dinero no era un problema visitó a los mejores especialistas. Y casi todas las sugerencias iban en la misma dirección, "la manipulación genética" de las células reproductoras. Por fin una solución y aún no era tarde, ni mucho menos,  para llevarla a cabo.
Tras varios minutos en un baño ajeno y con unas revistas lujuriosas, que le hacían pensar en la vecina del 5º, pudo producir una muestra nada desdeñable. Los científicos se la robaron de las manos cuando aún estaba caliente, para verterla en sus recipientes de muestreo y manipulación. La ciencia como una gran maga lo consiguió. Aquellas células eran perfectas, desprovistas de enfermedades y defectos. El vastago sería un ser apolíneo: fuerte, de 1.85 m, inteligente, guapo, etc.
Su mujer, estatua de piedra en las decisiones importantes, estaba encantada con aquella criatura, sobre todo cuando lo miraba a esos ojos color esmeralda y a esa sonrisa que le provocaban un estallido de sentimientos maternales.
Creció feliz, ya que, la salud, la inteligencia y la belleza contribuyen bastante a este estado.
Pasaron 18 años desde su nacimiento, para entonces ya era huérfano de padre, pero, lo habían preparado para este momento y lo superó como cualquier ser humano de a pie.
Se le conocía una amiga especial, a la que iba a visitar en moto casi todas las noches. Empezaba a conocer el amor y creo que por eso siempre llevaba esa sonrisa en la boca. En una de aquellas magníficas noches, en las que iba a la alcoba de su enamorada, cuando se despedía de ella hasta mañana, subió a la moto y le dio un largo y emotivo beso, parecía el preludio de lo que iba a pasar. Arrancó la moto y cuando llevaba recorrido unos 30 metros se volvió, moto en marcha, para verla. Esta sería la última imagen que sus ojos admirasen, pues, al volverse se desequilibró e invadió el carril contrario, con la desgracia de que en ese instante una furgoneta de mudanzas ocupaba el mismo espacio en el mismo momento en el que él también lo hacía. Aquel ser perfecto, al que se le aventuraba una larga vida no soportó el impacto. Nadie contaba que el destino sería la enfermedad que acabaría con su vida.

domingo, 13 de noviembre de 2011

Si lo das todo te quedas sin nada.



Tras innumerables intentos (muchos de los cuales le hacían perder la dignidad) consiguió conquistar a la chica de sus sueños. Y como casi siempre pasa en la creación de una nueva pareja las prioridadeso de antaño pasan a un segundo plano, todo y solo por ella.
Todos los domingos a las 5 de la tarde había partido y era costumbre que nos pasáramos por su casa para crear una mala estrategia, pues siempre perdíamos. Era un momento que nos hacia sentir únicos. Nos dejábamos decir miles de tonterías, las cuales alimentaban nuestro ego, hasta tal punto que llegábamos a pensar que entendíamos algo de lo que estábamos diciendo y que por supuesto nos haría ganar el encuentro.                    
En una tarde de invierno, cuando el frío calaba hasta los huesos, conoció a aquella muchacha rubia de mirada penetrante, curvas de infarto, labios que desafían al beso, pero de aspecto humilde y accesible. Fue esto último lo que le hizo dar el paso, además de nuestros demagógicos alientos a que atacara a aquel "animal" tan bello. Creíamos a pies juntillas en su fracaso, de ahí nuestros ánimos, nos esperaba un buen rato de risas y mofas. Pero no dábamos crédito a lo que estábamos viendo, la chica se reía de lo que él le susurraba, mientras tanto nuestra risa palidecía ante tal hazaña. La envidia nos corroía y él se convertía en nuestro héroe.
Una tarde tras otra él pasaba a recogerla al portal de su casa, incluso los domingos. Las estrategias deportivas se convirtieron en gemidos, caricias y besos. Él no cabía en sí de gozo, una chica como aquella, no era posible. Pero ese camino ya lo había andado ella muchas veces y poco a poco se fue cansando, todo era tan fácil... No tuvo el valor para sincerarse con él, era incapaz de decirle que no lo quería a la cara. Entonces hizo lo que nunca hubiese querido para que el pensara que era una persona que no valía la pena y pudiese olvidarla pronto.
Otra vez quedábamos los domingos, las estrategias que dieron paso a la pasión pasaron a convertirse en tardes de terapia. Él no conseguía olvidarla y se preguntaba una y mil veces que coño había hecho para ser humillado de esa forma. Nosotros le mentíamos "piadosamente" diciéndole que aquella chica no merecía la pena. Su autoestima se situaba en el subsuelo y su dolor superaba nuestra comprensión. Era huérfano de madre desde los 16 años y su situación era tal que se atrevió a decir: "... estoy sufriendo más que con la muerte de mi madre".  Solo entonces conseguíamos imaginarnos la tortura que padecía.