jueves, 22 de diciembre de 2016

Andaba por la calle aturdido y absorto. Había pasado y paseado por aquel lugar miles de veces y jamás oyó el trinar de los pájaros como ese día. La gente lo saludaba y el seguía hacia delante haciendo caso omiso del detalle que tenían con él aquellas personas. Su paso era firme pero sin rumbo. Era más consciente de todo lo que le rodeaba. Se percató de pequeños detalles en los que antes no había recabado. Su pituitaria le permitió diferenciar distintos olores. Su boca estaba seca y su lengua rasposa. Su piel notaba cada una de las prendas que su cuerpo vestía. Hacía una hora que un doctor, como un ángel anunciador, le dijo que le quedaban 3 meses de vida.

miércoles, 9 de diciembre de 2015

Aquello que nunca ocurrió.



Parece mentira que un lugar y un momento puntual sean suficientes para remover las entrañas y despertar a dos fuerzas vivas en estado de letargo. La Teoría del Caos se hacía valer. El tiempo, la coincidencia, las palabras y el desacuerdo alimentaban cada día más a una bestia llamada deseo. Así se hicieron cómplices en la clandestinidad y poco a poco adquirieron confianza para dar rienda suelta a su imaginación. Se contaron todo aquello que jamás antes se atrevieron a contar pero que les estremecía como un escalofrío que recorría sus cuerpos desde la cabeza a los pies. Caricias, susurros, juegos, situaciones imposibles, lugares prohibidos, todo esto y más se confiaron. Eran insaciables y esclavos de aquel maldito deseo que no daba lugar a la pasión. Parecía increíble que tras innumerables confesiones siempre surgiese una situación innovadora, recurrente, morbosa, lasciva. Todo era una locura intangible pero tan real que les estaba afectando. De repente el miedo se interpuso entre ambos. Aun así no podían sosegar el deseo, era como apagar el Sol. Entonces decidieron ocultarlo como se oculta el Sol bajo una sombrilla de playa. Y así, de una forma ignominiosa se detiene esta historia de pasión cuyo final es inevitable. Por eso recuerdan continuamente aquello que nunca ocurrió.

domingo, 25 de octubre de 2015

TE VENDO POR UNA COPA


TE VENDO POR UNA COPA 

“Y cambiar a una madre por otra copa”, así decían los magníficos Héroes del Silencio en su canción Flor Venenosa. Pues sí, hay gente capaz de vender a su madre por una copa y por algo peor en mi humilde opinión, como ridiculizarla para elevar su puto ego. Esta gentuza convive con nosotros día a día, en el trabajo, en nuestra comunidad, en el gimnasio, etc. Hay que tener cuidado porque cuando eres una persona educada y respetuosa es fácil de que te conviertas en la presa de estos imbéciles acomplejados, frustrados con baja autoestima y muy muy lameculos. Puedes estar disfrutando de un buen día en compañía de amigos, donde este “elemento” se mimetiza perfectamente, y en un momento dado oyes una parida refiriéndose a tu persona con el único objetivo de ofenderte y humillarte por simple egolatría. Entonces se te pasan por la cabeza un abanico de posibilidades con el que te puedes “defender”: 1) hacer como que no lo has oído y maldecir para tus adentros; 2) reírte como si te hubiese hecho gracia que te dejen como una mierda delante de gente; 3) contestarle en la misma línea, lo cual es peor, porque después te hará sentir que te has picado por una cosa sin importancia; y por último 4) encararte a él y decirle en su puta cara que es gilipollas. Por desgracia, la elecciones que prevalecen son la 1 y la 2, lo que hace que te vayas a casa maldiciendo y pensando, ¿soy buena persona o tonto?

domingo, 29 de septiembre de 2013

Más que una bici.




Corría el año 1984 cuando me tuve que someter a una operación de amigdalitis. Mis padres, conmovidos por un hijo  que se había pasado la mayor parte de su vida con anginas, se pusieron de acuerdo en regalarme una bicicleta.  
Mi padre, hombre generoso donde los haya, no se anduvo con remilgos y se gastó trece mil pesetas de la época en aquella maravilla. A pesar de su gesto, tuvieron que pasar más de diez años para que mi progenitor fuese parte implicada en otro de mis "presentes", así eran los hombres de la época.
Antes de que llegara aquel sorprendente momento aprendí a montar en bicicletas ajenas, ¡para eso estaban los amigos!
Cuando empuñaba el manillar de aquella "máquina" me sentía único y tenía la sensación de que era algo más que una simple bici lo que había entre mis manos. Era una "TORROT" color naranja fuego. Llevaba las letras de la marca estampadas en mayúsculas en la barra central del cuadro, pareciendo hacer ostentación de su reputación y su buen "nombre". Sus ruedas eran de tacos, algo poco frecuente para la época, que los niños comúnmente llamábamos "¡ruedas para carriles!" Al subirme en ella mis pies apenas rozaban el suelo, un pequeño handicap que tras varias caídas, fui superando. Pude disfrutar de mi bici largo tiempo sin tener que darle otra utilidad más que la de pasármelo bien.
Por aquel entonces yo solo tenía un hermano, al que le llevo cuatro años. El más pequeño de los tres aún no había nacido.
Mis pies empezaban a posarse sin problemas en el suelo y las caídas disminuían en frecuencia, a la vez que mi hermano ganaba en autonomía y la calle y el juego pasaban a formar parte importante de su vida. Fue a partir de entonces cuando mi bicicleta pasó a convertirse en una "herramienta".
Eran muy frecuentes las tardes, en las que mi hermano, amnésico por el juego olvidaba volver a casa a la hora acordada, es más, había veces (muchas) en las que incluso tampoco decía donde iba. Y he aquí donde la "TORROX" empieza a ser usada con una función menos ociosa. Cuando el tiempo pasaba y mi hermano no había vuelto a casa, yo tenía por costumbre preocuparme más de la cuenta, por lo que era común que una lágrima descendiese mi mejilla, pensando en las muchas cosas malas que le podrían pasar a aquel niño de mirada dulce, carita redonda, con mejillas rosadas y marcadas estratégicamente por la varicela, que incluso le quedaban bien, y con una sonrisa que dotaba a todo aquel que lo mirara de un instinto de protección. Entonces cogía la bici y pedaleaba con todas mis fuerzas recorriendo todas las calles posibles mientras gritaba su nombre -¡Antonio Jesús!- Solía llamarlo por su nombre compuesto cuando me preocupaba por él, creyendo que el resultado de mi llamada sería más alentador, ¡iluso de mí! Tenía que dar muchas voces, recorrer muchas calles y preguntar a mucha gente antes de dar con él. Siempre era igual, el recorrido, las voces las preguntas y la preocupación que me invadían, lo único que cambiaba era el lugar en el que lo encontraba: un día en la playa, otro en la casa de un amigo, otro en el río,... Todo el esfuerzo merecía la pena por poder volver a ver a aquel niño travieso, cabizbajo por la incomodidad de la situación y con esas pequitas en la cara que parecían engrandecer la simpatía que poseía. Entonces en ese momento, solo tenía ganas de abrazarlo.

domingo, 29 de enero de 2012

Depresión

Cuando un médico psiquiatra es incapaz de catalogar el sentir de un paciente y no hace un esfuerzo por comprenderlo, le diagnostica depresión. Entonces te extiende un papel con un tratamiento a base de pastillas que te van alienando. Humildemente creo que en estos casos hay que saber escuchar, empezando por supuesto por el psiquiatra.

jueves, 29 de diciembre de 2011

Objetivo a la vista


 Tres duras horas de recorrido, por un terreno escarpado, sin senderos, pero con vegetación espesa y rocas afiladas como cuchillos, magullaron mi cuerpo. Un esfuerzo titánico, que tuvo como recompensa encontrarme cara a cara con ese animal tan preciado. Una cabra montés de 17 años. Su edad estaba cantada por los centímetros de su cornamenta y los surcos circulares que la abrazaban desde su base hasta la punta. Allí se postraba orgullosa y altiva en lo más alto del cerro, con un pecho negro, que sobresalía tanto como su hocico, y las patas delanteras sobre aquella piedra, que parecía hacer las funciones de trono. La situación era perfecta, permanecía inmóvil y en una posición transversal. Gracias a esto conseguí enfocarla con mi objetivo. Tan solo tenía que disparar para poseer aquel trofeo tan preciado. De repente sopló una leve brisa, que iba desde el lugar en el que yo me encontraba agazapado hasta el lugar en el que se encontraba ella. Entonces pudo oler mi presencia y giró la mirada y su cuerpo hacia donde me mal escondía. Simplemente se giró y no echó a correr como yo esperaba. Entonces pensé que tal vez fuese la última oportunidad que tuviese de disparar. No me dí más opciones de pensar y pulsé el botón. Una veintena de fotografías se hicieron en un segundo antes de que el animal me abandonara. Por fin había conseguido mi ansiado trofeo, fotografiar a un "macho montés solitario".

miércoles, 28 de diciembre de 2011

Un león indómito



UN LEÓN INDÓMITO

Eran las siete de la tarde cuando llegamos. Mi hermano y yo no teníamos ni idea de lo que aquella puerta escondía. Tras ella escuchábamos los rugidos. Temerosos la empujamos para entrar en lo que parecía una cárcel. Y ahí estaba, tenía el rostro desencajado, los ojos rojos inyectados en sangre y una mirada perdida pero a la vez transmisora de dolor, melancolía y miedo. El labio inferior le colgaba como si de un cuadro de Dalí se tratase y su rostro estaba arrugado por las puestas de Sol.
En ese momento estaba mi tío haciendo guardia como un legionario. Tras casi doce horas entre aquellas cuatro paredes no podía más, estaba agotado de sostener las acometidas de la fiera, que estaba amarrada con un cinto que le abrazaba el abdomen y le impedía incorporarse. El nudo estaba hecho por mi tío, una persona que conocía bien la cabuyería de la calle, trabaja con camiones desde hace treinta años y la carga siempre tiene que ir bien sujeta.
Ante semejantes vistas no supimos reaccionar. Tan sólo nos atrevimos a dar dos pasos más allá de la puerta, que marcaba el umbral entre el recuerdo y lo presente, y permanecer inmóviles unos instantes digiriendo la situación. Mi tío nos miró fijamente y sin mediar palabra nos pidió que terminásemos de entrar. Su semblante pedía a gritos compañía, un relevo, algo que le hiciese más llevadera una situación que apenas podía prorrogar unos instantes. Doce horas son muchas horas. Por fin estábamos frente a la fiera, y sin apenas percatarse de nuestra presencia hizo un ademán para incorporarse, pero los nudos que lo agarraban eran firmes. Entonces giró la cabeza lentamente en la dirección en la que nos encontrábamos, el tiempo parecía haberse parado. Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo, las manos chorreaban gotas de sudor y era incapaz de reaccionar a las órdenes que mi cerebro mandaba. Nuestra presencia no le generó ningún estímulo y con la misma lentitud que antes, miró hacia atrás para ver que le impedía levantarse, como si se hubiese dado cuenta en aquel instante de que algo lo mantenía inmóvil. Entonces rugía, necesitaba algo que cortase aquella unión no deseada.
A medida que el tiempo pasaba y tras feroces forcejeos se fue familiarizando con nuestra presencia. Se volvió más dócil e incluso nos atrevimos a tocarle y a hablarle, a sabiendas de que no entendía nuestro idioma. No obstante, y tras no pocas deliberaciones, concluimos que era el momento de deshacer los nudos y darle una oportunidad. La incertidumbre de lo que iba a pasar ya estaba sembrada pues la decisión que tomamos era firme. Mientras mi tío aflojaba aquellas ataduras nosotros tragábamos saliva, supongo que él también.
 Por fin estaba suelto, pero no se inmutaba, parecía no creérselo. No tardó en reaccionar e hizo amago de levantarse, pero sin ayuda le era imposible, las rodillas no lo respetaban, ya que la artritis había hecho mella en ellas con el paso de los años. Las ganas y la alegría de verse libre le hicieron olvidarse del dolor. Mi hermano y yo lo ayudamos a incorporarse, mi tío estaba demasiado cansado aunque insistía en brindar su  inestimable ayuda.
Apenas pudo recorrer cinco metros y sin más volvió a descansar al lugar que para él antes era una tortura. Desde aquel trono infame señalaba la puerta con anhelo. Y fue ahí cuando lo comprendí. Supongo que su instinto animal le decía que podían ser sus últimos días y como los viejos elefantes él sabía donde quería morir. 
Se acercaba la hora del relevo. Eran casi las nueve cuando mi tío, sustituto de mi madre, la cual pasó otras doce horas con la fiera, es decir, todo un infierno, un vendaval, que supo capear con caricias, palabras cariñosas y muchas lágrimas furtivas, sería sustituido por otro componente del clan. 
Llegó en el comienzo de la calma, cuando las envestidas perdían ferocidad, los rugidos apenas se oían, la lucha por soltarse perdía fuerza, la mirada sólo transmitía melancolía, pero el labio aún le seguía colgando. En fin, una suerte que sus predecesores no llegaron a tener.
            Su hermano le había dado unas consignas que debía cumplir si no quería verse en problemas. El tono era ambiguo, entre la advertencia y el consejo. En un gesto de generosidad y apiadándonos de él, le hicimos compañía hasta bien entradas las diez.
Era la hora de irse, aunque el nuevo legionario no era muy partidario de esa postura, supongo que aún no le había dado tiempo de adaptarse a las circunstancias. La situación ya la habíamos digerido, todo había sido muy intenso y teníamos la sensación de haber permanecido en aquel lugar mucho más tiempo del que realmente habíamos estado. No obstante, antes de irnos quise aprovechar el momento de serenidad para despedirme de mi abuelo con un beso.
Llevaba hospitalizado cinco días, los mismos que no dormía. Su sangre se había envenenado con “carbónico” debido a un problema en los bronquios. Sus niveles rebasaban las medidas que cualquier persona normal podía soportar. También tiene problemas de corazón y 86 años de vida. Todo ello derivó en una ausencia de oxígeno en todo el cuerpo, que fundamentalmente le afectó al cerebro, lo que le causó delirios, amnesia temporal, alucinaciones y paranoias. Si a todo esto se le suma su fuerte carácter, su extremo arraigo a su hogar, el miedo a la oscuridad, su fuerza bruta (toda su vida trabajando el campo), cinco noches sin dormir y el que nunca ha estado hospitalizado, obtenemos como resultado una fiera, un león indómito.