domingo, 29 de septiembre de 2013

Más que una bici.




Corría el año 1984 cuando me tuve que someter a una operación de amigdalitis. Mis padres, conmovidos por un hijo  que se había pasado la mayor parte de su vida con anginas, se pusieron de acuerdo en regalarme una bicicleta.  
Mi padre, hombre generoso donde los haya, no se anduvo con remilgos y se gastó trece mil pesetas de la época en aquella maravilla. A pesar de su gesto, tuvieron que pasar más de diez años para que mi progenitor fuese parte implicada en otro de mis "presentes", así eran los hombres de la época.
Antes de que llegara aquel sorprendente momento aprendí a montar en bicicletas ajenas, ¡para eso estaban los amigos!
Cuando empuñaba el manillar de aquella "máquina" me sentía único y tenía la sensación de que era algo más que una simple bici lo que había entre mis manos. Era una "TORROT" color naranja fuego. Llevaba las letras de la marca estampadas en mayúsculas en la barra central del cuadro, pareciendo hacer ostentación de su reputación y su buen "nombre". Sus ruedas eran de tacos, algo poco frecuente para la época, que los niños comúnmente llamábamos "¡ruedas para carriles!" Al subirme en ella mis pies apenas rozaban el suelo, un pequeño handicap que tras varias caídas, fui superando. Pude disfrutar de mi bici largo tiempo sin tener que darle otra utilidad más que la de pasármelo bien.
Por aquel entonces yo solo tenía un hermano, al que le llevo cuatro años. El más pequeño de los tres aún no había nacido.
Mis pies empezaban a posarse sin problemas en el suelo y las caídas disminuían en frecuencia, a la vez que mi hermano ganaba en autonomía y la calle y el juego pasaban a formar parte importante de su vida. Fue a partir de entonces cuando mi bicicleta pasó a convertirse en una "herramienta".
Eran muy frecuentes las tardes, en las que mi hermano, amnésico por el juego olvidaba volver a casa a la hora acordada, es más, había veces (muchas) en las que incluso tampoco decía donde iba. Y he aquí donde la "TORROX" empieza a ser usada con una función menos ociosa. Cuando el tiempo pasaba y mi hermano no había vuelto a casa, yo tenía por costumbre preocuparme más de la cuenta, por lo que era común que una lágrima descendiese mi mejilla, pensando en las muchas cosas malas que le podrían pasar a aquel niño de mirada dulce, carita redonda, con mejillas rosadas y marcadas estratégicamente por la varicela, que incluso le quedaban bien, y con una sonrisa que dotaba a todo aquel que lo mirara de un instinto de protección. Entonces cogía la bici y pedaleaba con todas mis fuerzas recorriendo todas las calles posibles mientras gritaba su nombre -¡Antonio Jesús!- Solía llamarlo por su nombre compuesto cuando me preocupaba por él, creyendo que el resultado de mi llamada sería más alentador, ¡iluso de mí! Tenía que dar muchas voces, recorrer muchas calles y preguntar a mucha gente antes de dar con él. Siempre era igual, el recorrido, las voces las preguntas y la preocupación que me invadían, lo único que cambiaba era el lugar en el que lo encontraba: un día en la playa, otro en la casa de un amigo, otro en el río,... Todo el esfuerzo merecía la pena por poder volver a ver a aquel niño travieso, cabizbajo por la incomodidad de la situación y con esas pequitas en la cara que parecían engrandecer la simpatía que poseía. Entonces en ese momento, solo tenía ganas de abrazarlo.