UN
LEÓN INDÓMITO
Eran las siete de la tarde cuando llegamos. Mi hermano y yo no teníamos
ni idea de lo que aquella puerta escondía. Tras ella escuchábamos los rugidos.
Temerosos la empujamos para entrar en lo que parecía una cárcel. Y ahí estaba, tenía el rostro desencajado, los ojos rojos
inyectados en sangre y una mirada perdida pero a la vez transmisora de dolor,
melancolía y miedo. El labio inferior le colgaba como si de un cuadro de Dalí
se tratase y su rostro estaba arrugado por las puestas de Sol.
En ese momento estaba mi tío haciendo guardia como un legionario. Tras
casi doce horas entre aquellas cuatro paredes no podía más, estaba agotado de
sostener las acometidas de la fiera, que estaba amarrada con un cinto que le
abrazaba el abdomen y le impedía incorporarse. El nudo estaba hecho por mi tío,
una persona que conocía bien la cabuyería de la calle, trabaja con camiones
desde hace treinta años y la carga siempre tiene que ir bien sujeta.
Ante semejantes vistas no supimos reaccionar. Tan sólo nos atrevimos a
dar dos pasos más allá de la puerta, que
marcaba el umbral entre el recuerdo y lo presente, y permanecer inmóviles
unos instantes digiriendo la situación. Mi tío nos miró fijamente y sin mediar
palabra nos pidió que terminásemos de entrar. Su semblante pedía a gritos
compañía, un relevo, algo que le hiciese más llevadera una situación que apenas podía prorrogar unos instantes.
Doce horas son muchas horas. Por fin estábamos frente a la fiera, y sin apenas
percatarse de nuestra presencia hizo un ademán para incorporarse, pero los nudos
que lo agarraban eran firmes. Entonces giró la cabeza lentamente en la
dirección en la que nos encontrábamos, el tiempo parecía haberse parado. Un
escalofrío me recorrió todo el cuerpo, las manos chorreaban gotas de sudor y era
incapaz de reaccionar a las órdenes que mi cerebro mandaba. Nuestra presencia
no le generó ningún estímulo y con la misma lentitud que antes, miró hacia
atrás para ver que le impedía levantarse, como si se hubiese dado cuenta en
aquel instante de que algo lo mantenía inmóvil. Entonces rugía, necesitaba algo
que cortase aquella unión no deseada.
A medida que el tiempo pasaba y tras feroces forcejeos se fue
familiarizando con nuestra presencia. Se volvió más dócil e incluso nos
atrevimos a tocarle y a hablarle, a sabiendas de que no entendía nuestro
idioma. No obstante, y tras no pocas deliberaciones, concluimos que era el
momento de deshacer los nudos y darle una oportunidad. La incertidumbre de lo
que iba a pasar ya estaba sembrada pues la decisión que tomamos era firme.
Mientras mi tío aflojaba aquellas ataduras nosotros tragábamos saliva, supongo
que él también.
Por fin estaba suelto, pero no se
inmutaba, parecía no creérselo. No tardó en reaccionar e hizo amago de
levantarse, pero sin ayuda le era imposible, las rodillas no lo respetaban, ya
que la artritis había hecho mella en ellas con el paso de los años. Las ganas y
la alegría de verse libre le hicieron olvidarse del dolor. Mi hermano y yo lo
ayudamos a incorporarse, mi tío estaba demasiado cansado aunque insistía en
brindar su inestimable ayuda.
Apenas pudo recorrer cinco metros y sin más volvió a descansar al lugar
que para él antes era una tortura. Desde aquel trono infame señalaba la puerta
con anhelo. Y fue ahí cuando lo comprendí. Supongo que su instinto animal le
decía que podían ser sus últimos días y como los viejos elefantes él sabía
donde quería morir.
Se acercaba la hora del relevo. Eran casi las nueve cuando mi tío,
sustituto de mi madre, la cual pasó otras doce horas con la fiera, es decir,
todo un infierno, un vendaval, que supo capear con caricias, palabras cariñosas
y muchas lágrimas furtivas, sería sustituido por otro componente del clan.
Llegó en el comienzo de la calma, cuando las envestidas perdían
ferocidad, los rugidos apenas se oían, la lucha por soltarse perdía fuerza, la
mirada sólo transmitía melancolía, pero el labio aún le seguía colgando. En fin, una suerte que sus predecesores no llegaron a tener.
Su hermano le había dado
unas consignas que debía cumplir si no quería verse en problemas. El tono era
ambiguo, entre la advertencia y el consejo. En un gesto de generosidad y
apiadándonos de él, le hicimos compañía hasta bien entradas las diez.
Era la hora de irse, aunque el nuevo legionario no era muy partidario de
esa postura, supongo que aún no le había dado tiempo de adaptarse a las
circunstancias. La situación ya la habíamos digerido, todo había sido muy
intenso y teníamos la sensación de haber permanecido en aquel lugar mucho más
tiempo del que realmente habíamos estado. No obstante, antes de irnos quise
aprovechar el momento de serenidad para despedirme de mi abuelo con un beso.
Llevaba hospitalizado cinco días, los mismos que no dormía. Su sangre se
había envenenado con “carbónico” debido a un problema en los bronquios. Sus
niveles rebasaban las medidas que cualquier persona normal podía soportar. También
tiene problemas de corazón y 86 años de vida. Todo ello derivó en una ausencia
de oxígeno en todo el cuerpo, que fundamentalmente le afectó al cerebro, lo que
le causó delirios, amnesia temporal, alucinaciones y paranoias. Si a todo esto
se le suma su fuerte carácter, su extremo arraigo a su hogar, el miedo a la
oscuridad, su fuerza bruta (toda su vida trabajando el campo), cinco noches sin
dormir y el que nunca ha estado hospitalizado, obtenemos como resultado una
fiera, un león indómito.
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