miércoles, 28 de diciembre de 2011

Un león indómito



UN LEÓN INDÓMITO

Eran las siete de la tarde cuando llegamos. Mi hermano y yo no teníamos ni idea de lo que aquella puerta escondía. Tras ella escuchábamos los rugidos. Temerosos la empujamos para entrar en lo que parecía una cárcel. Y ahí estaba, tenía el rostro desencajado, los ojos rojos inyectados en sangre y una mirada perdida pero a la vez transmisora de dolor, melancolía y miedo. El labio inferior le colgaba como si de un cuadro de Dalí se tratase y su rostro estaba arrugado por las puestas de Sol.
En ese momento estaba mi tío haciendo guardia como un legionario. Tras casi doce horas entre aquellas cuatro paredes no podía más, estaba agotado de sostener las acometidas de la fiera, que estaba amarrada con un cinto que le abrazaba el abdomen y le impedía incorporarse. El nudo estaba hecho por mi tío, una persona que conocía bien la cabuyería de la calle, trabaja con camiones desde hace treinta años y la carga siempre tiene que ir bien sujeta.
Ante semejantes vistas no supimos reaccionar. Tan sólo nos atrevimos a dar dos pasos más allá de la puerta, que marcaba el umbral entre el recuerdo y lo presente, y permanecer inmóviles unos instantes digiriendo la situación. Mi tío nos miró fijamente y sin mediar palabra nos pidió que terminásemos de entrar. Su semblante pedía a gritos compañía, un relevo, algo que le hiciese más llevadera una situación que apenas podía prorrogar unos instantes. Doce horas son muchas horas. Por fin estábamos frente a la fiera, y sin apenas percatarse de nuestra presencia hizo un ademán para incorporarse, pero los nudos que lo agarraban eran firmes. Entonces giró la cabeza lentamente en la dirección en la que nos encontrábamos, el tiempo parecía haberse parado. Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo, las manos chorreaban gotas de sudor y era incapaz de reaccionar a las órdenes que mi cerebro mandaba. Nuestra presencia no le generó ningún estímulo y con la misma lentitud que antes, miró hacia atrás para ver que le impedía levantarse, como si se hubiese dado cuenta en aquel instante de que algo lo mantenía inmóvil. Entonces rugía, necesitaba algo que cortase aquella unión no deseada.
A medida que el tiempo pasaba y tras feroces forcejeos se fue familiarizando con nuestra presencia. Se volvió más dócil e incluso nos atrevimos a tocarle y a hablarle, a sabiendas de que no entendía nuestro idioma. No obstante, y tras no pocas deliberaciones, concluimos que era el momento de deshacer los nudos y darle una oportunidad. La incertidumbre de lo que iba a pasar ya estaba sembrada pues la decisión que tomamos era firme. Mientras mi tío aflojaba aquellas ataduras nosotros tragábamos saliva, supongo que él también.
 Por fin estaba suelto, pero no se inmutaba, parecía no creérselo. No tardó en reaccionar e hizo amago de levantarse, pero sin ayuda le era imposible, las rodillas no lo respetaban, ya que la artritis había hecho mella en ellas con el paso de los años. Las ganas y la alegría de verse libre le hicieron olvidarse del dolor. Mi hermano y yo lo ayudamos a incorporarse, mi tío estaba demasiado cansado aunque insistía en brindar su  inestimable ayuda.
Apenas pudo recorrer cinco metros y sin más volvió a descansar al lugar que para él antes era una tortura. Desde aquel trono infame señalaba la puerta con anhelo. Y fue ahí cuando lo comprendí. Supongo que su instinto animal le decía que podían ser sus últimos días y como los viejos elefantes él sabía donde quería morir. 
Se acercaba la hora del relevo. Eran casi las nueve cuando mi tío, sustituto de mi madre, la cual pasó otras doce horas con la fiera, es decir, todo un infierno, un vendaval, que supo capear con caricias, palabras cariñosas y muchas lágrimas furtivas, sería sustituido por otro componente del clan. 
Llegó en el comienzo de la calma, cuando las envestidas perdían ferocidad, los rugidos apenas se oían, la lucha por soltarse perdía fuerza, la mirada sólo transmitía melancolía, pero el labio aún le seguía colgando. En fin, una suerte que sus predecesores no llegaron a tener.
            Su hermano le había dado unas consignas que debía cumplir si no quería verse en problemas. El tono era ambiguo, entre la advertencia y el consejo. En un gesto de generosidad y apiadándonos de él, le hicimos compañía hasta bien entradas las diez.
Era la hora de irse, aunque el nuevo legionario no era muy partidario de esa postura, supongo que aún no le había dado tiempo de adaptarse a las circunstancias. La situación ya la habíamos digerido, todo había sido muy intenso y teníamos la sensación de haber permanecido en aquel lugar mucho más tiempo del que realmente habíamos estado. No obstante, antes de irnos quise aprovechar el momento de serenidad para despedirme de mi abuelo con un beso.
Llevaba hospitalizado cinco días, los mismos que no dormía. Su sangre se había envenenado con “carbónico” debido a un problema en los bronquios. Sus niveles rebasaban las medidas que cualquier persona normal podía soportar. También tiene problemas de corazón y 86 años de vida. Todo ello derivó en una ausencia de oxígeno en todo el cuerpo, que fundamentalmente le afectó al cerebro, lo que le causó delirios, amnesia temporal, alucinaciones y paranoias. Si a todo esto se le suma su fuerte carácter, su extremo arraigo a su hogar, el miedo a la oscuridad, su fuerza bruta (toda su vida trabajando el campo), cinco noches sin dormir y el que nunca ha estado hospitalizado, obtenemos como resultado una fiera, un león indómito.

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