Corría el
año 1984 cuando me tuve que someter a una operación de amigdalitis. Mis padres,
conmovidos por un hijo que se había
pasado la mayor parte de su vida con anginas, se pusieron de acuerdo en
regalarme una bicicleta.
Mi padre, hombre
generoso donde los haya, no se anduvo con remilgos y se gastó trece mil pesetas
de la época en aquella maravilla. A pesar de su gesto, tuvieron que pasar más
de diez años para que mi progenitor fuese parte implicada en otro de mis
"presentes", así eran los hombres de la época.
Antes de
que llegara aquel sorprendente momento aprendí a montar en bicicletas ajenas,
¡para eso estaban los amigos!
Cuando
empuñaba el manillar de aquella "máquina" me sentía único y tenía la
sensación de que era algo más que una simple bici lo que había entre mis manos.
Era una "TORROT" color naranja fuego. Llevaba las letras de la marca
estampadas en mayúsculas en la barra central del cuadro, pareciendo hacer
ostentación de su reputación y su buen "nombre". Sus ruedas eran de tacos,
algo poco frecuente para la época, que los niños comúnmente llamábamos
"¡ruedas para carriles!" Al subirme en ella mis pies apenas rozaban
el suelo, un pequeño handicap que tras varias caídas, fui superando. Pude
disfrutar de mi bici largo tiempo sin tener que darle otra utilidad más que la
de pasármelo bien.
Por aquel
entonces yo solo tenía un hermano, al que le llevo cuatro años. El más
pequeño de los tres aún no había nacido.
Mis pies
empezaban a posarse sin problemas en el suelo y las caídas disminuían en
frecuencia, a la vez que mi hermano ganaba en autonomía y la calle y el juego
pasaban a formar parte importante de su vida. Fue a partir de entonces cuando
mi bicicleta pasó a convertirse en una "herramienta".
Eran muy
frecuentes las tardes, en las que mi hermano, amnésico por el juego olvidaba
volver a casa a la hora acordada, es más, había veces (muchas) en las que
incluso tampoco decía donde iba. Y he aquí donde la "TORROX" empieza
a ser usada con una función menos ociosa. Cuando el tiempo pasaba y mi hermano
no había vuelto a casa, yo tenía por costumbre preocuparme más de la cuenta, por
lo que era común que una lágrima descendiese mi mejilla, pensando en las muchas
cosas malas que le podrían pasar a aquel niño de mirada dulce, carita redonda,
con mejillas rosadas y marcadas estratégicamente por la varicela, que incluso
le quedaban bien, y con una sonrisa que dotaba a todo aquel que lo mirara de un
instinto de protección. Entonces cogía la bici y pedaleaba con todas mis
fuerzas recorriendo todas las calles posibles mientras gritaba su nombre
-¡Antonio Jesús!- Solía llamarlo por su nombre compuesto cuando me preocupaba
por él, creyendo que el resultado de mi llamada sería más alentador, ¡iluso de
mí! Tenía que dar muchas voces, recorrer muchas calles y preguntar a mucha
gente antes de dar con él. Siempre era igual, el recorrido, las voces las
preguntas y la preocupación que me invadían, lo único que cambiaba era el lugar
en el que lo encontraba: un día en la playa, otro en la casa de un amigo, otro
en el río,... Todo el esfuerzo merecía la pena por poder volver a ver a aquel
niño travieso, cabizbajo por la incomodidad de la situación y con esas pequitas
en la cara que parecían engrandecer la simpatía que poseía. Entonces en ese
momento, solo tenía ganas de abrazarlo.